En Roma

En Roma, Paula y sus compañeras gustaron los rigores de la pobreza y de la estrechez.

Alojadas en dos angostos cuartuchos sobre los establos Torlonia, en el Callejón de los Santos Apóstoles, experimentaron algo de la vida dura de los más pobres de la urbe católica.

Esto no impidió a Paula entregarse enseguida a hacer el bien, que veía “inmenso y urgente”.

Estableció la obra de Santa Dorotea en siete parroquias: Santa María Mayor, Santiago en Augusta, San Bernardo, Santa María sobre Minerva, Santa Lucía del Gonfalone, Santo Ángel en Pesquería y San Marcos.

Con las compañeras, enseñaba el catecismo y daba un poco de escuela en aquella pequeña casa.

La Roma del ochocientos mostraba, frente al esplendor de sus iglesias y monumentos, las casuchas húmedas y tristes de los miserables barrios populares.

A la aristocracia culta y acomodada se contraponían la pobreza y la ignorancia de la masa popular.

Tras la aparente seguridad y prestigio de los ambientes refinados, se escondían con frecuencia dolorosas miserias morales y espirituales.

Paula, siempre atenta al mayor servicio a los hombres, confirmando su preferencia por las niñas pobres, a las que definía como “pura imagen de Dios, sin marco”, comprendió la necesidad de formar también a las jóvenes de otra posición social.

En una época en que las diferencias de clases caracterizaban a toda la sociedad, trató de acercar de un modo informal a las niñas, para que se aportasen ayuda mutua.

En una casa más amplia que había cerca de Santa María  Mayor, abrió allí un internado.

Más tarde se trasladó a la Salita de S. Onofre, donde el Papa Gregorio XVI le había encargado que transformase en internado la casa de acogida que había allí.

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